Nadie lo creería. Con órdenes precisas, con un tono de mando, ese hombre de mediana edad, organizaba las tareas en el grupo de empleados. Cada tanto, con respeto, alguno de ellos preguntaba o sugería algo, esperando atentamente la respuesta. En ese ámbito, era reconocido y venerado por su calidad profesional. Ninguno que lo viera en su rol de supervisor, podría imaginar que, algunas horas después de salir del trabajo, una endeble figura pudiera ponerlo de rodillas.
“Papi, papito, Ariel se cayó ahí atrás…” Con sus dos añitos, Rocío señalaba el modular de algarrobo. Su vocecita no denotaba superioridad ni poderío, sino más bien, un ruego. Y ahí estaba, arrodillado, hurgando con su brazo debajo del mueble, ese hombre que horas antes había dirigido una decena de rudos operarios. Finalizada con éxito la tarea, recibió el mejor premio al que podía aspirar: sentado en el suelo, Rocío le rodeo el cuello con sus bracitos y –sin soltar a Ariel– le dio un sonoro beso (un beso con ruidito, como era la costumbre). No quedaba otra que, olvidando el cansancio del día, ir a buscar en el cajón de los juguetes al resto de la troupe (El rey Tritón, el príncipe Eric, el cangrejo Sebastián, la bruja Úrsula…) y recrear entre bollos de papel de diario y revistas, una escena de “La Sirenita”.
Esta historia, con algunas variantes, creo que la hemos vivido todos los que somos padres. Y no sólo la escena de buscar un juguete –casi inaccesible– debajo o atrás de un mueble. Sino también la de Tritón, que intentando cumplir el rol esperado de padre (y rey…), alternó entre el autoritarismo real y la entrega más generosa (si no viste esa peli desde esta óptica, te recomiendo que la vuelvas a ver).
¿En qué consiste, cuál es la naturaleza de esa misteriosa fuerza -encerrada en la vocecita de una personita– que logra doblegar hasta a encumbrados héroes y reyes (obviamente, nosotros…)? ¿Quién no se emociona al recordar y revivir las primeras veces que cada un@ de nuestr@s hij@s aprendió a pronunciar la palabra mágica: “papá”? Y, como contrapartida, ¿cómo puede haber algún hombre que no se conmueva cuando su hijit@, le concede ese título de nobleza? O peor… ¿cómo puede un hombre llegar a dañar a ese pequeño ser, al que le ha dado la vida? De este contraste me surgen algunas preguntas: ¿qué significa ser padre?
¿A partir de qué momento nos sentimos padres? ¿Hay una manera “correcta” de ser y sentirse padre? No creo que exista una única respuesta para cada una de esas preguntas. Depende de cada padre y de su historia como hijo. También depende de las (alegres, tristes, inesperadas, buscadas, no deseadas…) circunstancias en que se concreta la paternidad. Para algunos, ser padre es ser modelo de vida, guía, protección, fuerza, fundador… Para otros significa poder, autoridad, deber ser, superioridad…Lo que me queda claro, es que no es la anotación en una libreta o en un certificado, lo que nos hace padres. Ni tampoco el haber contribuido a engendrarlos. Creo que nos hace padres el afecto mutuo con esa pequeña criatura y el vínculo que vamos co-construyendo con ella a lo largo de toda la vida. Nos hace padres el llegar a casa a la noche, agotados por una jornada colmada de reveses, y dedicar esos minutos a buscar un juguete, a ayudar a superar la mala nota en el colegio, o a consolar por el partido que se perdió. Nos hace padres la admiración que sienten nuestr@s hij@s por lo que somos (no, por lo que decimos), por lo que hemos logrado (con nuestros errores y virtudes) o por nuestra constancia para alcanzar los sueños (a pesar de la edad y de las limitaciones). Son “simplemente” nuestr@s hij@s, quienes confirman nuestra paternidad, con sus demostraciones de cariño, con su paciencia ante nuestros fallos, con su respeto ante nuestras decisiones… llamándonos una y otra vez, con alguna de las formas de nuestro título nobiliario: pa, papi, papucho, papá, viejo…
La calidad del padre, se manifiesta en sus hij@s. ¿Podría haber mayor galardón para un padre, que ver a sus hijos libres, disfrutando el vuelo que cada uno ha decidido tener, que cada uno ha ido generando con todo lo que aprendieron? Como dice al final de la película el cangrejo Sebastián “los hijos deben tener libertad para hacer su propia vida” Esa libertad es uno de los mejores regalos que les (nos) podemos hacer, teniendo siempre presente que los hijos no nos obedecen: nos imitan!
No podría finalizar esta nota sin una mención al cómplice imprescindible para que la paternidad sea una realidad: la mujer. Y no es sólo el ser que nutre, protege, y acompaña a nuestr@ hijit@ desde la concepción, sino también quien ayuda a construir nuestra presencia y nuestra imagen durante sus primeros años (y, a veces, durante toda la vida).
Creo que la mayor celebración para el día del padre, es agradecer a esa mujer que nos permitió iniciar la carrera, y disfrutar vernos reflejados –de alguna manera– en el amor de nuestr@s hij@s, que certifican nuestro título.