El tipo decide caminar, pita el faso con desdén y administra el humo; mira nostálgico el paisaje, los talleres del ferrocarril, las vías infinitas.
El tren se detiene donde siempre, los pendejos no dejan de jugar a la pelota y por más que alienten del furgón el marcador no se quiebra.
Una pared pintarrajeada afirma que Luca vive. El tipo lo vio la vez que cantó del lado sur.
A veces silba para romper el silencio, a veces recuerda para no sentirse solo.
Un avión que invita a votar por un fulano interrumpe su extravío y un rrope ladra al cielo reprobándolo. El tipo parece reír y se aleja.
Desde el puente peatonal ve la ciudad como un turista y se sorprende con los edificios que le crecieron; oye que en la parada del bondi dos albañiles se hacen daño hablando de River y toman una fresca en un envase de gaseosa.
Las gentes huyen de la rutina trepadas al tren del atardecer. El tipo canturrea la de Pappo mientras baja la escalera.
La milonga de la avenida desafina; persianas bajas, vidrios rotos, marquesinas heridas de muerte. Vagones que ardieron, veredas que enviudaron de peatones, galpones que derraman soledades.
Dos cobanis toman mate, custodian el tedio y se les pasa la vida. Los automovilistas insisten en correr una carrera absurda y sin final.
El tipo advierte una barata de ollas que jamás comprará; en cada camionero intuye un fugitivo y en cada esquina alguien que espera.
La avenida tiene la mirada triste, historias irresolutas y atajos para escaparse; amores truncos, un revólver sin balas y una tormenta al acecho. Él es la avenida.
El tipo aún busca a la chica que le enseñó a besar mas encuentra calles vacías; se pondría a llorar si no le diese vergüenza.
Al llegar a la estación, el gentío persigue colectivos. Mañana será igual. Esquiva las miradas de los fantasmas y se mete en el boliche.
Las caras amigas, el diario arrugado, el puchero de falda y el vino; Carlitos adivina siempre. El feca y la vuelta a casa.
Las cámaras filman sin preguntar –algunos se peinan, piensa–; el tipo se va antes que llueva, el tipo tiene la pena de Discepolín.
Fotografías: Ezequiel Vásquez