“Dejate de joder. A vos también te encanta vivir en una película”.
Frase típica de mis amigas, adoran decirme eso. ¡Lo gracioso para mí es que me lo dicen como si fuera algo negativo!
¿Cómo puede no atraernos vivir en una película, en una novela, en un musical? ¿Cómo no desear, consciente o inconscientemente, esa cuota de emoción, esa ruptura de lo cotidiano que nos acerca un poquito más a la plenitud? Porque todo buen relato tiene eso: un punto de quiebre en el que la trama parece salirse de control y ponerse patas para arriba. El cuento se desarrolla y ya no es importante saber cómo termina (¡es tan triste vivir siempre pensando en el final, en la meta, sin disfrutar el camino!). Lo interesante es ver qué pasa, cómo se resuelve ese caos, qué hace el protagonista para estabilizar su situación. No es relevante el “y vivieron felices para siempre”; lo que realmente nos atrapa es la reacción y la acción desencadenada.
¿Vivir en una película eterna? Suena para mí como ideal. Pasear por la vida construyendo cada día mi propio país de las Maravillas, y poder encontrar en cada esquina algún pequeño detalle que confirme la magia de esa “ficción”. Resignificar lo cotidiano para que algo tan simple como un graffitti en medio de la Ciudad se vuelva algo único y especial, una pista, un indicio de que la historia está siendo contada. Tal cual pasa en las películas.
“La gente ve imágenes estereotipadas de las cosas, puras sombras vacías expresión, puros fantasmas de las cosas, y considera vulgar y normal todo lo que tiene la costumbre de presenciar con frecuencia, por maravilloso y milagroso que sea. Por esta razón he escrito (…) mirar es inventar”. Salvador Dalí.