“Tener Heladería y ser parte de Castelar no lo cambiamos por nada”, resume Antonio Moio para explicar su sentimiento. En esta charla nos conectamos con algunas “razones” de ese amor incondicional que junto a su esposa Marta cultivan como la mejor herencia familiar.
¿Desde cuándo están en Castelar?
“Con la heladería cumplimos la misma edad que tiene nuestra hija Ani; de 38 años. Pero yo llegué desde Italia en el 51 con mi mamá y mi hermano Vicente –papá ya se había instalado antes de que terminara la segunda guerra mundial–. Luego nació “el hijo argentino” Alberto.
La familia de mi esposa Marta Rigoni que es cordobesa, era descendiente de alemanes y se vinieron “disparando” del nazismo. Como la mayoría de los inmigrantes de aquel tiempo, nuestros mayores desembarcaron en este país valorando su paz y las posibilidades de progreso en base al esfuerzo. Eso nos legaron y eso es lo que intentamos transmitir a nuestros hijos.
¿Dónde vivió su infancia Antonio?
En una prefabricada de la calle Italia y Zabala prestada por don Juan; un paisano de mi papá que cuidaba la placita de los Españoles. Recuerdo que hace cincuenta y pico de años él guardaba las herramientas en la mismo galponcito que está hoy en el lugar.
Resulta que nuestra casilla estaba en un terreno que formaba parte de la zona del basural de Morón (que empezaba en Italia y Tucumán y terminaba en García) por lo que aunque le poníamos al agua las famosas pastillas Tugom y nos intoxicábamos con la máquina de Fly, igual perdíamos todas las batallas con las moscas y los mosquitos.
Los inviernos los sobrevivíamos con bracero y los veranos durmiendo muchas veces arriba del techo pero tapados porque parte que quedaba descubierta era una roncha absoluta.
Todo ese campo en realidad pertenecía al Chino Balbín (reconocido político radical) a quien mi padre José le compró “la esquina”, siempre buscada por el extranjero.
¿Por qué?
Porque ponían la casilla atrás donde vivían mientras construían la casa adelante y por supuesto el negocito. Si veías que en la esquina la casilla estaba adelante era de un argentino, seguro que local no construiría. Era una típica costumbre de tanos y gallegos.
¿Cómo pasaron de la prefabricada a la casa de material?
Papá trabajaba en una textil en capital. Él contrató a un oficial para que construyera la casa y nosotros éramos los peones. Zarandeábamos la tierra colorada –nada de polvo de ladrillo que era caro–; hacíamos pastón, lo que ordenara. Una vez que teníamos montados los ladrillos sapo y la carga ya nos pasábamos para esa piecita. Pero había que aguantarse las lluvias ahí adentro… Dormir con tormenta era disparar de un lado para otro esquivando las goteras. Igual era mejor que la casilla. Mientras construíamos los cimientos nos hacían plantar tomates, bombear el agua a pulmón…
Cuando nos mudamos a la casa definitiva lo de atrás quedó como galpón. Y así continua hoy, en esa misma esquina donde seguimos viviendo.
¿Y el local “de la esquina”?
En el 72 arrancaron con ese proyecto. Papá seguía en la textil y mamá abrió un almacén. Sin saber leer ni escribir, sumaba con los dedos pero se las rebuscó. Ella lavaba y planchaba ropa propia y ajena, nos hacía de comer y atendía el negocio.
¿Estudió Antonio?
Sí; en la escuela 7. Entonces la calle Sarmiento no existía como tal. Nosotros cortábamos campo desde mi casa y cuando llegábamos a Alem ya veíamos el colegio. Lloviera o no había que llegar a clase y de camino nos encontrábamos con el famosos Serafín. En ese sector había una cantidad enorme de plantas de pera, pero eran duras y las juntábamos para tirarle a los murciélagos que estaban colgados. Había una sola planta con peras blandas, esas las comíamos. Los descendientes de Serafín todavía viven en una casa de Rodríguez Peña y Sarmiento.
En aquella época había una sola familia en el barrio que tenía televisión; los Martínez. Yo batía records de velocidad cuando salía de la escuela para llegar en cuatro minutos hasta esa casa de Alem y Rodríguez Peña y no perderme “El Llanero Solitario”. Me acuerdo que en frente había una quinta de flores y plantas.
La secundaria la terminé en el Rivadavia y todavía nos juntamos a comer cada tanto con “las chicas y los chicos”.
¿Sus primeros trabajos?
De pibe venía a la estación a jugar y si no había quien abriera las puertas de los taxis ahí me ponía y ganaba la moneda. Después fui cadete en lo del viejo Rodi (remates y cabaret!). También trabajé en la rotisería y fiambrería Pulqui; en de los Incas y Timbúes, que era de los mismos dueños de la Panadería 9 de Julio (luego Pelayo; en 2º Rivadavia, al lado de la guardería de bicicletas) y como no tenían espacio suficiente, yo les llevaba los lechones a cocinar de un local al otro.
Después estuve de lavacopas en el copetín al paso donde hoy está la boletería del tren lado norte.
Entonces Marta trabajaba en la heladería San Remo (fundada en 1966) que pertenecía a Virgilio De Rocco, esposo de su hermana.
¿Y que pasó?
Yo tenía 18 añitos –recuerda Marta– y fui a tomar un té a La Tarzán porque tenía anginas. Con tanta suerte que me tocó una de aquellas primitivas sillas que se movían solas y me caí al suelo. Excusa perfecta para que el caballero que allí se encontraba mirando la tele, se acercara para levantarme… y me levantó enserio!
¿Estará comprometido este gordito?, pensó ella que aunque le faltaban seis meses para casarse cuando él le preguntó si estaba de novia le aseguró que noooo.
A pesar de que en Italia a Antonio le habían “arreglado” un casamiento y por aquí a Marta su mamá no votaba por el lavacopas, dos años mas tarde de conocerse ellos se casaron. El 14 de abril de este año cumplieron 38 años de ese paso que los unió para siempre y de su amor nacieron Ana, Alejandra y Jonathan. Hoy son abuelos orgullosos de Florencia, Ángeles y Thiaguito.
¿Cómo llegaron a ser “los de San Remo”?
Cuando los dueños del copetín tomaron otros rumbos le ofrecieron a Antonio quedarse con el negocio y él aceptó. Allí trabajaron codo a codo con su esposa hasta que ferrocarriles decidió darle otros destinos al espacio y el matrimonio instaló un bar en un local sobre Timbués con el nombre de dicha calle. (Ese que está al lado de la heladería y –con las vueltas de la vida–, la familia adquirió hace poco para convertir en realidad lindos proyectos de los actuales jóvenes de la familia).
Cuando la hermana de Marta decidió vender el fondo de comercio de la heladería, el matrimonio Moio dejó el bar para instalarse en San Remo. “Casi todo lo hacíamos a mano. No teníamos herramientas, todo era demasiado antiguo. Para comprar los equipos adecuados vendimos nuestras alianzas de casamiento –confiesa Antonio–. Para salir adelante pusimos quiosco, galletitas; sándwiches de miga, masas… de todo; había que “pasar el invierno”.
El día de las elecciones que ganó Alfonsín ocurrió algo inexplicable; había un mundo de gente por las calles y nosotros estábamos baldeando el negocio como para dejarlo listo para el día siguiente. De repente empezaron a entrar clientes y tuvimos dos colas ininterrumpidas desde las 12 a las 19hs. Ahí es como que nos descubrieron y cambió nuestra suerte.
En el 88, durante la semana que Marta había parido al muchachito Jonathan, cumplieron el sueño de transformarse en propietarios del local de la heladería.
¿Nunca pensaron en llevar la heladería a otro lugar?
Tuvimos propuestas para irnos a Tandil; a Sudáfrica y a Buzios y no lo dudamos; elegimos Castelar. Acá construimos nuestras vidas; nacieron y se criaron nuestros hijos. ¿Qué vamos a ir a buscar a otro lugar? ¿Plata? ¿Para qué? Con lo que tenemos nos alcanza y te aseguro que si nos ofertan hoy un millón de dólares no la vendemos.
Sí deseamos que los chicos puedan cumplir con las ideas que tiene para ampliar el negocio y que se postergaron un poco por los problemitas de salud que atravesó Antonio. Pero lo que se haga será aquí, en este Castelar que amamos desde siempre; explican a dúo, como desde hace cuatro décadas.
El “pozo” de la nonna Anna Rosa
“En aquel tiempo se usaba que todo lo que ganábamos los integrantes de la familia iba a un pozo común que administraba mi mamá –explica Antonio–. Cuando nosotros nos casamos con Marta ella había juntado para la fiesta y la Luna de Miel.
Hoy yo continúo con esa costumbre: todo es de todos y todo es de nadie. Si quieren salir de este “pozo” reciben su parte y ya, pero mientras andamos en lo mismo, decidimos juntos y todo es de todos”.
Dulces Secretos
Marta viene de familia experimentada en confitería, pastelería y por supuesto heladería. Y a ella le encanta todo lo relacionado a los postres. La pasión por preparar los gustos y descubrir nuevos sabores no afloja a pesar del tiempo que suma dedicada a este oficio y de contar con personal para la elaboración. Y aunque en la actualidad no tienen necesidad de estar tras el mostrador “ella se escapa –cuenta su esposo; detallando que– el espacio que maneja Marta parece un laboratorio”. Yo hago lo que me gusta, como lo siento. Puedo enseñar lo básico pero lo nuevo parte de la creatividad, de algo que te surge del interior y va guiándote hasta la fórmula adecuada para sacar un sabor especial.
Ana es la especialista en decoraciones y Jonathan –a poco de terminar su licenciatura en Comercio Internacional– se ocupa de la imagen y comercialización.